“Llevabas un temblor de naufragio y una venda en los ojos.
El temblor también es una forma de mirar.
Y tú temblabas mientras tu luz caía.
Crepitar es caer. Pero hacia dentro.”
Rosana Acquaroni



25 de agosto de 2018.
Amanecimos con el ímpetu del sol y el sonido de la ciudad filtrándose por la ventana. Increíble como el sonido vence la temperatura de los cuerpos.
Decir es señalar, y se abre camino como bocanada del tiempo. Pero nombrar el miedo es distinto. Digo “miedo”, lo escribo, y al escribirlo lo repaso con la lengua nacarada de la palabra escrita. El miedo, entonces, se convierte en ámbar.
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Poco después del mediodía, entregarse al movimiento de las avenidas que evocan la apertura. Ese decir la metáfora, el todo que dice. Contar una historia, dos. Nombrar también los ojos, la mano que toca. Quizás la sangre que manchó su cama esta mañana, o los rastros de él sobre mi calza.
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Las imágenes quieren existir. Piden que las nombre. Esta taza vacía. El apenas de la espuma. Los padres con sus hijas cruzando las sendas peatonales. Los pañuelos verdes que se van multiplicando con los pasos. La necesidad de contar como quien abre una ventana, una avenida o la boca; para renovar el aire, para darle curso a la corriente de vida.
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26 de agosto de 2018. Luna llena en Piscis.
Se hace difícil transitar la incertidumbre, reconocer esta falta de calma, esta agitación de la memoria.
Cuando la mente me juega una mala pasada, recurro al aislamiento. Distanciarme de La Casa me permite tomar perspectiva con respecto a lo que siento. Busco, entonces, un aliado entre lo que se mueve. El transcurso de un libro quizás, una mirada desconocida, un mensaje inesperado al que aferrarme. La luna llena va sacando ventaja. Alumbra mis miedos asegurándose de que pueda observarlos de cerca.
En la cafetería la gente dibuja una danza alrededor mío. Leo a Chantal y busco un faro, un reparo de la niebla. Leo a otra mujer para inventar los hilos, para invocar la calma propia.
Mi destino en esta tarde es escribir hasta que llegue una respuesta. Algo. Una mano que me saque de este pozo. Escribir sin pausa hasta que sea yo misma la que venga a salvarme. Esto es un llamado para mi yo-superior, la que sabe, la Madre.
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Cuando estoy sola nunca padezco la ausencia del otro porque desconozco la presencia. No es hasta que el otro aparece que deviene la necesidad de atención, de compañía, de controlar lo que siento.
Es en esta presencia-ausencia en la que me muevo ahora. En esta decadencia inusitada que ilumina la luna. No quiero lastimarme. Mi mecanismo es traer el pasado al presente. “Todo tiempo pasado fue mejor”, repito. Y con esto constituyo mi propia amenaza.
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¿Es miedo a perder o miedo a perderme? Cuando la incertidumbre me abarca, naufrago en las aguas hondas de mi memoria hasta morir entera. No es un morir morado y turgente, sino más bien un morir desapareciendo, como si súbitamente me convirtiera en nada, siquiera aire. Solo quedaría el agua. ¿Es miedo a la muerte o a dejarme morir?
Es entonces cuando aparece la lengua nacarada… y yo transmuto.

 

sol

A los 10 años encontró refugio de la ciudad de la furia en una máquina de escribir. Más tarde conectaría con la escritura de viajes en un intento de traducir la mirada poética sobre el mundo que la rodea. Desde entonces, se ha alejado y ha vuelto a la poesía como quien vuelve a los brazos del amante: buscando calor.

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