Quizá debería preguntarme qué encierran los ojos cuando cierran; o a qué equivale el peso de los sueños en espera; o tal vez cuánto cuestan las ganas de estación.
Quizá debería cuestionarme las razones de mi almohada en su intento de ser nube; o el por qué de la textura de las sábanas más suave entre mis piernas; o el pretexto de los 10 mandamientos para inducirme a no avanzar cuando te miro.
Quizá debería tantas cosas que debería hasta el deber de olvidarme los deberes por un rato; de encerrarme con llave con la mera intención de liberarme; de elegir el silencio para besarte con un grito que quiere ser éxtasis, que quiere ser fuego.
Entonces cierro los ojos, y en lugar de preguntarme o cuestionarme, imagino (y bien sabés que me gusta imaginar); armo las valijas y me voy de viaje a un lugar que no conocen, que nadie conoce, ni siquiera mi otra parte. 
Entonces exploro y recorro los paisajes con el verano entre las manos, destilando una brisa a través de mi labial; el verano, que sabe contagiarnos sus grados en palabras cuenta gota; el verano conjugado en futuro imperfecto, imperfecto como mi yo-de-viaje.

Y sé que quizá debería despertar, pero no puedo; e imposibilidad y deseo son lo mismo en esta tierra; en este campo que existe cuando cierro los ojos. 
Y si tus manos son la Plaza de los Héroes, quiero vivir en Budapest; si tu espalda es un desierto, tengo ganas de cansarme; y si tu ansiedad por lo nuevo deriva en Amazonas, entonces busco formas perderme… después de todo, a mi yo-de-viaje no le importa admitir necesidades.

sol

A los 10 años encontró refugio de la ciudad de la furia en una máquina de escribir. Más tarde conectaría con la escritura de viajes en un intento de traducir la mirada poética sobre el mundo que la rodea. Desde entonces, se ha alejado y ha vuelto a la poesía como quien vuelve a los brazos del amante: buscando calor.

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