En uno de mis viajes a España, encontré este maravilloso libro de Pía Pera que captó mi atención por su título y portada: El jardín que querría.

De regreso en Buenos Aires, busqué información sobre él y encontré la introducción disponible online. La comparto aquí a modo de cuaderno de recopilaciones de fragmentos que amo y me inspiran, con la esperanza de que sea un destello más de la memoria:

 

Amo mi jardín más que ningún otro. No porque sea el más bonito, sino porque lo he apprivoisé yo, lo he domesticado como la zorra de El principito. Y viceversa. Lo amo, pues, no por sus cualidades intrínsecas, sino porque estamos hechos la una para el otro.
A veces, sin embargo, veo otros jardines que me gustan y me pregunto cómo sería vivir en ellos. Incluso imagino la traición. Al final se impone el amor que le profeso al jardín que inevitablemente me es fiel: él no viaja, me aguarda.
De estas tentaciones casi siempre surge algo: una nueva planta, otras flores, un modo distinto de podar, la intención de un cambio. Gracias a infidelidades que sólo lo son en mi mente, el jardín crece y se enriquece. Aunque, en esencia, siga siendo el mismo. Por eso, en parte por imaginarme en otros jardines, en parte para inspirar a quienes todavía no hayan creado el suyo, he concebido nueve panoramas posibles. Empiezo por el agua, el elemento que más fuerte hace latir mi corazón y más me tienta a abandonar mi tierra, en la que hay agua, pero oculta, muda y ciega, en un pozo.
Del agua paso al sol, del sol a la sombra: un elemento y dos formas de la luz. A continuación me ocupo del paisaje, que se eleva poco a poco: mar, llanura, colina, montaña. Por último, reflexiono sobre dos maneras de ser: urbana y rural, es decir, jardín de ciudad y huerto. Muchas veces, injustamente, pensamos que el huerto es lo contrario del jardín, cuando, más bien, es su principio. Ningún jardín estará completo sin su huertecito. Para quien, además, sienta el impulso incontenible de plantar lo que sea, aunque ya no le quede espacio, el huerto le vendrá de maravilla: no se acaba nunca. Mejor es desahogarse así que tener uno de esos tristísimos jardines en los que nos parece oír los lamentos de las plantas que, hacinadas, se hacen la vida imposible y se odian unas a otras.

 

Un jardín refleja la calidad del sentimiento de quien de él se ocupa. Hay muchas clases de amor. Hay amores que matan y amores que quieren controlarlo todo. El amor que un jardín necesita es de otro tipo y en nada se diferencia del que buscan los seres sensibles: es un amor hecho de atención, comprensión, cuidado, respeto. Y, por supuesto, del jubiloso asombro que causa el milagro de la presencia. ¡Ay de nosotros como escojamos las plantas al tuntún! Debemos conocerlas bien, observarlas, adivinar lo que necesitan, saber qué dimensiones y porte tendrán cuando crezcan y en cuánto tiempo, ayudarlas a emigrar cuando deseen hacerlo. Demasiado a menudo nos encontramos con jardines que se crearon porque sí, porque había que hacer algo con el terreno que rodeaba la casa. Son tristes y aburridos como los matrimonios que se contraen por costumbre, como los hijos que se conciben sin amor.
Yo quisiera, con este libro, inspirar un deseo consciente de jardín. Me duele ver lo mal que acaban tantas preciosas plantas que compramos en viveros o muestras de horticultura espoleados por el entusiasmo del momento, sin pensar si podremos ofrecerles la hospitalidad que les permita llevar una existencia feliz. Tenemos que aprender a hacer realidad nuestro deseo de jardín. A buscar cosas distintas en climas distintos.
La belleza es algo indefinible, una armonía de las partes que componen el todo. En un jardín, esas partes nunca perseveran sin variaciones. El jardín es el reino de lo cambiante por excelencia, en el que se practica la más perecedera de las artes. Las semillas germinan, los plantones medran y se convierten en árboles y arbustos. Seres de proporciones al principio invisibles se van desarrollando con el tiempo. No a todos les es dado intuir de primeras cómo hallar el baricentro de un jardín.

 

Nuestro jardín ganará mucho si partimos del respeto a las plantas y del profundo amor por el paisaje y la naturaleza, que demasiadas veces se ven reducidos a tristes jirones al borde de la extinción. Si lo transformamos en un lugar protegido en el que acojamos a plantas queridas o que estén amenazadas en su hábitat natural, así como a 10 animales, aliviaremos al menos un poco la sensación de impotencia que nos causa ver la degradación de la naturaleza. Poseer un bosque, un pantano, un erial nos da la posibilidad de salvarlos, al menos durante un tiempo, de motosierras y saneamientos indebidos.
En mi finca reservo un terreno en el que nunca intervengo y dejo hacer a la naturaleza; en los campos crece lo que quiere, hago siegas tardías que dan a las semillas tiempo para madurar. Tengo plantados ejemplares de especies protegidas: de diente de perro (Erythronium dens-canis) y de Limonium sp., ambas crecían en un área recientemente declarada urbanizable y corrían el riesgo de que las arrollaran las excavadoras. Había también, ahogado entre bambúes, un rosal que plantó en su día el campesino de la finca: corté un esqueje y lo trasladé a un emplazamiento más seguro. Quien viene a verme no siempre nota todo esto. Algunos se llevan la impresión de que aún no he quitado las malas hierbas: muy cierto, para mí no son malas, y menos aún si tienen la amabilidad de hacérselo todo ellas y ahorrarme esfuerzos. Me limito, aunque muy a mi pesar, a sacrificarlas donde no me queda más remedio y a arrancar las zarzas, claro. Me gusta que no se note la mano del que cuida el jardín, que parezca que crece solo.
Con todo, es inevitable partir de una idea. Como afirmó a finales del siglo xix, con una célebre paradoja, Vernon Lee: «Los jardines nada o muy poco tienen que ver con la naturaleza». Era la época en la que el estilo inglés empezaba a cansar y se revalorizaba la villa italiana, que Joaquín Carvallo recreó con su arte topiario en el valle del Loira en el castillo de Villandry, adquirido en 1906. Aquello fue excesivo y yo no lo emularía. Pero, como digo, partir de algo es indispensable si queremos que una obra humana se parezca a la naturaleza. Ahora bien, conviene que incluso el diseño más preciso sea algo descuidado; malo sería que saltara a la vista. El jardín de Ninfa, en la provincia de Latina, que crece entre ruinas y está impregnado, al menos en su mejor época, de la poesía de la decadencia, es un ejemplo de la quietud, el encanto y la dulzura que puede alcanzar el diálogo entre arte y naturaleza.

 

Para quien ama las plantas, el jardín es el lugar donde mejor acogerlas para que no mueran ni enfermen. Lo que para nosotros es belleza, para ellas es salud, me dijo una vez un jardinero. En los nueve escenarios que en este libro contemplo, tengo en cuenta la vegetación que se adapta a ellos y propongo algunas especies. Nada hay más triste que una planta obligada a vivir en condiciones adversas. Algunos amigos míos muy queridos han creado un Comité para la Liberación de las Plantas (CLP). Nunca he sabido a qué se dedican exactamente, pero me inspiran la mayor simpatía. Quieren que tratemos con el debido cuidado a estos seres vivos que no pueden escapar; tenemos que ampararlos, no usarlos, y menos aún maltratarlos. Es frívolo y nada generoso obligar a una planta, cuyo único delito ha sido enamorarnos, a vivir donde no conseguirá ser feliz. Tenemos que aprender a observarlas, a escucharlas, a saber lo que desean. Conocerlas significa darnos cuenta de que también nos hablan, no con palabras, ni con voces o cantos como los animales, sino con su cuerpo.

 

Sólo una mente miope no entiende que lo que hay en el horizonte pertenece al jardín, que éste se extiende mucho más allá de los metros cuadrados que figuran en la escritura de compraventa. Como el rey de las fábulas le dice a su primogénito, el jardín nos dice: todo esto que abarcas con la mirada será tuyo. En otras palabras, debemos aprender a dialogar con el paisaje, a mirar más allá del catastro, del trozo de tierra en el que estamos autorizados a intervenir. Yo tardé años en comprender que lo fundamental de mi jardín no era nada que yo hubiera decidido; ni los bojes de líneas netas, ni los bancales del huerto, ni el estanque, ni las pérgolas, ni el olivar vallado, ni el Bosque Oriental, con sus rosales y jaras en diagonal, ni el campo de árboles frutales plantados al tresbolillo. El punto en torno al cual orbita mi jardín no es obra mía, ni es de mi propiedad: es el monte Pisano, cuya tranquila y majestuosa presencia inspiró cada una de mis acciones sin que me diera cuenta. Atraída por el lugar, no me pregunté el motivo: me guió el instinto, ese querer oscuro que no racionaliza. Pero ahora sé que todo lo que he hecho lo he hecho pensando en ese monte. Sería imposible y seguramente de tontos no aprovechar su presencia. Sin el monte Pisano, que lo sustenta con su imponente presencia, mi jardín nada sería.
A veces, cuando me ausento, por ejemplo, la naturaleza vuelve por sus fueros y las malas hierbas lo cubren todo. Pues ahí sigue, dotando de identidad al entorno, el monte. Ahí habita el genius loci, fuera de los límites de mi propiedad. Si hubiera tapado la vista con árboles de gran porte, habría empobrecido el jardín. Así también vosotros, cuando creéis un jardín, evitad sacar lápiz y papel. Sumergíos primero en el espacio, empapaos de su presencia, de su energía. Dejad que os guíe. Entrad en contacto con él. Sabed esperar, en silencio, sin prisa. Escuchad. Sakuteiki, un manual de jardinería del País del Sol Naciente, empieza recomendando eso, una actitud dócil y receptiva. No olvidemos que imponemos nuestra presencia a un paisaje preexistente. Belleza y armonía nacen muchas veces de que no se note este acto violento.

 

El entorno lo es todo. No existen plantas buenas o malas en términos absolutos. Una central nuclear junto al mar es el corazón palpitante y el contrapunto del último jardín, apocalíptico y teatral, que creó Derek Jarman. Hay sitios marcados por cicatrices, como si fueran un guerrero. Una planta o una flor que, en otra parte, romperían la armonía, quizá allí la restablezcan: ciertas buganvillas de vivísimos colores, el rosal «de la gasolinera», así llamado porque echa flores de un rojo intenso como el de los Ferrari, una mata de salvia roja… En cambio, nada sería más absurdo que hacer como que vivimos en plena Toscana cuando vivimos en cualquier suburbio. ¡Qué triste puede resultar la copa plateada de un olivo plantado donde no pinta nada! En cambio, un simple geranio o una dalia de color llamativo que expresen un sincero anhelo de belleza conseguirán emocionarnos.

 

El primer encuentro con un jardín podría acarrear consecuencias de todo tipo. Conviene que hagamos memoria, pues quizá descubramos que nuestro gusto de niños ya no es el que tenemos de adultos. Pensemos en los macizos o parterres, por ejemplo: los jardineros son unos fanáticos de los parterres, que en realidad son feísimos y lo estropean todo. Si en nuestra familia se hablaba mucho de parterres o si, peor aún, nuestras primeras impresiones se refieren al vulgar «parque público», que rara vez es bonito, mejor que seamos inteligentes y busquemos otros modelos. En mi caso, la chispa brotó un día que fui de excursión al campo y me puse a jugar en un terraplén que había pegado al muro de una casa campesina. Crecían allí el rosal trepador de racimos de flores de mi abuela y algunos lirios, y contemplándolos viví momentos de extática alegría. Recordando aquello planté en el muro de mi casa el que sería el primero de mi jardín. Todo empezó aquel día de hace tantos años.

 


Fuente: https://erratanaturae.com/nouveau/wp-content/uploads/2024/04/Extracto_El-jardin-que-querria.pdf

Imagen: Pinterest

sol

A los 10 años encontró refugio de la ciudad de la furia en una máquina de escribir. Más tarde conectaría con la escritura de viajes en un intento de traducir la mirada poética sobre el mundo que la rodea. Desde entonces, se ha alejado y ha vuelto a la poesía como quien vuelve a los brazos del amante: buscando calor.

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