Miércoles.
Ha comenzado la búsqueda.
Percibo dos mitades,
dos piernas abiertas,
cada una en distintos puntos cardinales,
al mismo tiempo.
Buenos Aires y París 
a 14 horas de cielo 
o a 5 minutos de perder la cordura.
Por momentos no distingo en dónde estoy.
Jueves.
Tomo la pequeña botella con vestigios de perfume.
El jazmín aflora 
como yo afloraba al sexo a los 17 años de edad.
La nostalgia de un país a la distancia
me ha enseñado una nueva forma de bipolaridad
en la que el ‘quiero’ y el ‘puedo’ 
van más allá de una letra de Sabina.
Viernes.
Me han regalado un reloj con la torre encapsulada
y me invento una señal:
el countdown ha comenzado.
París ha tocado a mi puerta cuatro veces en toda la semana.
He intentado ignorar su perfume perdiéndome en las luces de Florida
o en la dársena del puerto.
No he tenido éxito.
Sábado.
La temperatura se ha anclado en mis manos.
Con la proximidad del invierno mi sangre entra en receso, 
y esta vez lo que invento es una excusa:
escribo para salvar a mis manos de ser un miembro fantasma.
Escribo para partirme a la mitad
y ver si estoy madura.
Domingo.
Ha comenzado la búsqueda.
Percibo dos mitades,
dos piernas abiertas,
cada una en distintos puntos cardinales. 
La cápsula se ha roto 
y me he inventado otra señal:
el desdoblamiento del tiempo.
sol

A los 10 años encontró refugio de la ciudad de la furia en una máquina de escribir. Más tarde conectaría con la escritura de viajes en un intento de traducir la mirada poética sobre el mundo que la rodea. Desde entonces, se ha alejado y ha vuelto a la poesía como quien vuelve a los brazos del amante: buscando calor.

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