Querido Ostende:
   Me gusta cuando la brevedad del encuentro deriva en cataclismo emocional. Podía sentir mi corazón anticipándose al huracán de nuestro encuentro, podía precipitarme y afirmar que este viaje espontáneo de 48 hs. se iba a quedar conmigo hasta desgastar sus terminaciones de arena y sal, mostrándome su lado más rústico e inolvidable. 
   Hace casi 20 años dejé una fracción de corazón en tus orillas, oculta tan profundo como un tesoro. Al desenterrarla recordé que mi pasión por viajar databa de mucho antes, de una época en la que el juego era algo de todos los días, y todo era extraordinario ante mis ojos.
   En el camino,un aroma vecino a pino me golpeó de lleno, sin avisar. Mientras más me alejaba de su vereda, y más me acercaba a tu puerta, el perfume verde inglés fue reemplazado por una fragancia celeste claro, proporcionando con su salitre lo que faltaba para extasiarme.
   Al llegar, me perdí en tus brazos, el sol de tu horizonte hizo su introducción concediéndome un tiempo para abrazar mis sentidos, mientras Heat of the Moment de Kevin Johansen sonaba en simultáneo. ¿Cómo no escuchar tu melodía? ¿Cómo no enamorarme de tu amanecer?
   La inmensidad de nuestra confluencia trajo a mi memoria una de las frases más lindas del cine (en lo que a mí respecta): “Nunca tuve el corazón tan rojo.” Y no podría haber sido más oportuna, porque mi corazón se ruboriza cada vez que viajo, y se tiñe de carmesí cuando escribo.
   Tu rutina de enero había invitado a las polillas a tomar el desayuno, y éstas nos saludaron con un desfile de aleteos, que en el contexto de tu escenario me parecía casi poético, tan poético como sentir la arena deshacerse entre mis pies ante el arribo de las olas bebé. Sentía mis cimientos disolverse, sin temor al abismo. Al caer, me suspendí en tu nube, y la inspiración de tus fundadores europeos me contagió como una plaga victoriosa. 
   Entre líneas, tu mar huía de mis talones, sólo para volver a arremeter, cauteloso, imponente. Yo, por mi parte, prefería no buscar la paz, sino dejar que me arrebate. La arena exfoliaba heridas pasadas en pretérito imperfecto, y la sal las cauterizaba, bañándome en alivio.
   De pronto, La Chanson de Prévert irrumpió en nuestra atmósfera para convertirla en burbuja. ¿Estaba en Argentina? Desde mi asiento, nuestro encuentro tenía matices en azul, blanco y rojo.
   Cuando menos lo esperaba, siluetas andantes florecieron como semillas de contraste, anteponiéndose a tu cielo desaturado. Un chico corriendo a la par de su perro, una niña haciendo malabares con una rama y dirigiendo un desfile invisible, un grupo de amigos dejando rastros en forma de huella… Estaba claro: no estaba sola, no estamos solos.
   Hoy, a casi una semana, todavía siento los fragmentos de caracol incrustándose en mi piel, dándole textura, tatuándola con vehemencia. En mi mente me transformo en tu sirena de sol, mi misticismo viene de la tierra, me alimento de ella, la mezclo con el sonido del mar y los vuelvo uno.
   Para mí volverte a ver es escuchar con la mirada… Y viajar para volverte a ver es vida.


PH: Sol Iametti
sol

A los 10 años encontró refugio de la ciudad de la furia en una máquina de escribir. Más tarde conectaría con la escritura de viajes en un intento de traducir la mirada poética sobre el mundo que la rodea. Desde entonces, se ha alejado y ha vuelto a la poesía como quien vuelve a los brazos del amante: buscando calor.

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