Día 1.
No soy yo la que escribe. Es La Casa.
Me siento una vez más frente a las letras negras y claras, agua incandescente y neutra que me lleva lejos, allá, donde el miedo no me alcanza, donde todo está por decirse. No. No se me acabaron las palabras en la boca, tampoco las ganas de contar. Resulta fácil contarte lo que sucede del otro lado de las cosas. Aquí, de este lado, en donde todavía respira la muerte como algo sigiloso. Siempre lo hace. Así: se desliza entre los muebles que ya no me pertenecen, entre los cuadernos garabateados en otras latitudes, lejos, muy lejos de casa pero cerca de mí.
No soy yo la que escribe. Son los mares.
La intención pura y ascendente de volver a verte y que me cuentes la sombra. Todo aquello que es espejo. Entonces, tan cierta es la sorpresa de escucharme en tu boca, de encontrarme en el cristal puro de tus formas, de cómo contemplas el mundo y vives el goteo de los días.
No soy yo la que escribe. Es la vida.
Pulsando aquí, desde esta furiosa ciudad. Cruzo las piernas y tenso los músculos gráciles. Pulsa, entonces, el sexo. ¿Cuántas veces estuve a punto de cruzar el puente? Muchísimas. Pero termino quemándolo. Enciendo la mecha de la huida y corro para esconderme de esta noche que también es tuya. No hay ni habrá bosque que pueda contener la inmensidad de este azul que mana.
Empiezo a desmantelar La Casa. Caen los velos y el vendaje.
No soy yo la que escribe. Es la muerte de lo que era. Con el verbo todo lo implosiono. Con el verbo construyo una música tácita, una oportunidad de decir, un refugio discreto y silencioso. Con el verbo, así, nuevo y recién nacido, cubierto de fibra milagrosa y sustancia poética, la silueta del pájaro acomoda sus alas y emite su primera nota en el aire de mayo.
Nada volverá a ser lo mismo.
Lo que permanece es la metamorfosis.
Lo que me sostiene es seguir escribiendo.
Hola. Vengo aquí a decir que te quiero. Y quiero que quede aquí escrito por siempre jamas.
¡Te quiero, te quiero, te quiero!