Agosto.
Fue en el intento de descubrirme que apareciste. Solo entonces, a través de ese espejo que fuiste, pude verme completa, desnudarme para mí misma. Encontrarme en el reflejo y gustarme entera.
Todavía recuerdo el día que caímos. Esa noche fuera de los márgenes, esa madrugada suave mirando la ciudad amanecer. El viaje hasta casa y no poder evitar las manos. El fuego que empezó tenue y terminó encendiéndolo todo: el auto, el cuerpo, el barrio… como si el distanciamiento nunca hubiese existido.
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Soñé, sueño con vos.
En el primer sueño me invitabas a vernos al día siguiente. Fue un augurio, como si estuviéramos conectados por algo más que la realidad tangible.
En el segundo sueño te acariciaba y tu piel pintada por el sol emitía destellos de luz con el paso de mis manos. Quedaba perpleja al verte brillar, al verme tocándote. Estábamos de frente y no veía tu cara. El deseo era el único lenguaje. Después me girabas y quedaba de espaldas. El beso sobre mi clave de sol hacía que comience el mundo dentro mío. Mientras la idea de no ver tu próximo movimiento creaba la fauna, el tacto inventaba el mar.
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Esa tarde, la última, te vi mirarme. Estabas todo vos presente, todo vos asistiendo a la fiesta de encontrarnos sin saber si alguna vez íbamos/vamos a volvernos a ver.
La presencia también es una forma de besarnos.
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Allá donde estés, que escribas la vida con el cuerpo.
Que el paisaje se haga en vos y vos en el paisaje.
Que amanezcas entre las cosas y los cambios.
Que lo que dejaste en mí se convierta en regalo.
Que hasta que la isla que soy y la isla que sos vuelvan a tocarse, inventemos algo parecido a una despedida.
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Las canciones me hablan de vos. Las escucho para mantener el fuego: