Hace unos años descubrí la escritura de Florencia Walfisch a través de una edición de la revista Dulce X Negra. Desde entonces, sus textos han sido puro paisaje que reaparece en mi línea del tiempo: un destello atravesando los árboles cuando estoy en movimiento. Desde entonces, cada vez que reaparecen, dejo que la luz intercepte mis ojos, la curvatura del día. Calidez y placer cubren el rostro del momento y quedo prendida de esas imágenes que dibuja, nombrando, avanzando hacia el centro de las cosas.
En esta entrada decidí reunir algunos de los textos que alguna vez fueron publicados en su bitácora que ya no se encuentra online, para volver a ella cuando necesite el sol, la palabra, el pájaro.
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Todo jardín es un paisaje, pero ningún paisaje es un jardín.
En mi memoria guardo flores, el arco entero hecho de pétalos, de estigmas. Una corola desde que nace hasta que muta. Tono por tono hasta volverse otro. El esplendor inquieto de cuanto se transforma.
Tuve urgencia y busqué un cielo, la gravedad desafiada de los pájaros.
En mi garganta creció una línea azul, me impulsó el aire. Afuera fui estos ojos, el afán de respirar. Busqué saber el movimiento. ¿Quién reconoce? ¿Mi pulso, mi desvelo? ¿Las palabras de amor que te susurro?
Voy al espacio situado entre las alas, el dibujo en el revés de la bandada.
Hubo un invierno; un horizonte constante de palmeras. Un fuego que a lo lejos volcaba ramas negras. Sentí la escarcha, la pausa de lo verde. Habité un témpano, la geología del agua, el deslizarse de las gotas. Puse ahí esta pasión ardida, un terciopelo acariciándote.
Levanté ángulos exactos, colores estallados. Después ocres, púrpuras, celestes. Matices sin descanso entre la bruma. ¿Quién observa? ¿El ojo en el costado de un pájaro que migra?
Toda mirada es una fuga, un secreto cedido hacia nosotros. Toda mirada es un recorte, un punto ciego.
Mi cuerpo quiere hablarme. Algo vibra para no detenerse, se detiene sin hacerse quieto. Algo aprieta, tensa huellas. El pincel toca, se desplaza. Mis brazos tienen su propio interrogante.
Mezclo. El abismo es eco sordo, un matiz desencarnado. El color puede caer y es infinito. Avanzo.
Busco el espacio que va desde mi piel hasta mi sangre, desde mi sangre hasta ese adentro.
Hay una cuerda floja sobre el filo. El hielo se desgrana, se hace lluvia.
¿Quién percibe sin la verdad que ya conoce? ¿Quién corre insomne los paisajes?
Ignoro donde empieza lo que veo, donde termina el mundo que me observa. No hay respuestas, esta sed es de preguntas.
La calma no existe. La calma es la tensión minúscula, el acuerdo inestable de lo lento.
Todo jardín es un pasaje, un umbral de la intemperie.
¿Oís? Soy el pájaro azul al que le diste vida. Y esta es tu voz y canta.
Noviembre 2015
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Cuando llegaste a la piedra tuve miedo, no quise que supieras; por dentro era frágil y una infancia. Yo también tuve un regazo. Y un velo, una bruma habitándome. La oscuridad parecía quieta, el movimiento luminoso. Juntábamos espliegos, alhucemas. El futuro era un caballo conducido por lavandas enraizadas en las manos.
Sobre la mesa, la existencia furiosa del sonido. Los truenos anuncian la tormenta, pero el estruendo se vuelve un alarido del cielo, una compuerta. ¿Quién nos puso este espacio entre los ojos y el mundo?
[…]
Todavía no queremos dibujarnos en un mapa. Poner a salvo pequeños gestos del futuro.
El presente es abierto, donde se filtra el tiempo. El futuro no existe pero está, un minuto sembrado en el ahora.
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Yo creo que hay un centro, un espacio que avanza.
Hice un plano, un templo antiguo visto desde el cielo. Lo primero es redondo, lo primero es una línea recta. En cada recta hay otra recta, en cada punto, un punto. Abrigo la insistencia de un lugar ficticio y verdadero.
Construí mi casa en un hacer sagrado, un sedimento blanco nutrido de silencio.
Mi cuerpo aloja voces: pequeñas rectas viven, se desprenden. Abren cuadrados diminutos, suspendidos como estrellas. Titilan en un espacio inmenso: huecos nacidos de una incisión precisa,
de mi pulso que tiembla.
Lo callado respira. Escuchar ese sonido: la diagonal que crece hasta saltar el límite.
Un estallido sin desorden, otro caos: correr aristas, desplazarse.
Cada plano se proyecta hacia otro plano.
La lona es leve, la madera grávida: el sustento de lo suave, de lo firme.
Las hendiduras rectas se suavizan, se desmarcan. Y cada tajo sólido trae ese origen blanco.
Soy el latido de esta oscilación desnuda, despojada.
Restar para volver visible, crecer sacando.
Reuní marcas vibrantes, imperfectas. Hice una rueda, la rueda de la rueda. Voy hacia ese origen: la ficción de lo visible, el modo en que la forma existe ante nosotros. Deshago, sustraigo, la vuelvo nítida para entender de qué está hecha.
Todo es apariencia, un espejo de lo que no vemos. Lo negro es el espacio, lo blanco es lo invisible. Tengo dentro una sombra, una luz. La geografía de un universo. Ángulos de un hueso, líneas de una célula.
¿Cómo delinearías el contorno de la ausencia? ¿Qué nombre tiene lo que no es contorno?
Ahora sumo capas, negro sobre negro. Despliego concentrando: la geología alterada de lo hondo. Un estado oscuro que traspaso, la condición del hueco. La operación se vuelve alquimia: pongo vacío y la oscuridad ilumina.
Tengo el ardor de haber mirado. El mundo es un fuego invertido: un viaje hacia los ojos. Lo más grande es lo que falta, la materia de lo que no vemos. El infinito es cóncavo. La forma no es la forma: es su reverso. Es simple: lo complejo es invisible.
La forma es un sobrante, lo adyacente de lo inmenso.
Yo sé que existe un centro.
Un espacio que avanza.
Marzo 2018, para la muestra “El crecimiento se agita” de Marcelo Villegas
Imagen: Zeynep Terzi