20 de septiembre de 2019, Buenos Aires.
Busco la paz.
La mente no cede. Quiere ir a los extremos. Me mece entre los márgenes y me revela la otra cara de lo que soy.
Busco fluir.
No quiero perderme, perderte, en la neblina de la indecisión, de la desidia, de la extorsión propia.
Es tan distinto lo que siento de lo que pienso, a veces. Soy despiada conmigo, inclemente. El miedo me deja sola, a la deriva.
Procuro observar lo que sucede con la justa lejanía de la otredad. Sobrevolar este mar que me abarca para estudiar las mareas desde la altura. Deslizarme por el aire solo para volver a las costas de mí, recuperar lo terrenal que me permite encontrar el centro. Esa armonía. La tierra pide cauce. Es la tierra la que me trae de vuelta a mí, a vos.
Jamás la quietud tuvo tanta relevancia en mi vida. Este espacio de ternura que construimos en este tiempo juntos: manos que se enlazan, miradas que acarician, puentes que unen lo sentimos y lo que decimos.
Ojalá los puentes, mi amor. Que no abandonemos estas ganas de llegar al otro, de concretar la tregua, de intentarnos entre aguas. Que cuando broten las dudas dejando huella sobre las habitaciones de mí misma, no olvide que en el calor de tu cuerpo encuentro todas las respuestas.
Pies en el agua.
Enraizarme.
Encontrar la paz.
“Tenemos que cuidarnos mutuamente“, dijiste, y entonces supe: es posible inventar otras orillas.
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Imagen vía Meagan Abell
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