Día 17.
Todo contiene una historia en el centro de aquello que late. La mía es padre poniéndole música a la profecía de mí.
Ahí, en ese intento de vida, la palabra. En ese intento de existencia, el intento de padre de expresar el amor.
Cuando mamá se abrió de piernas nació un sonido, una melodía íntima de humana posibilidad. Ella no sabía que hablaríamos un lenguaje distinto, o que traería la luna de agua impresa en las manos. Yo no sabía que jamás la vería envejecer.
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Escribo. Pequeño episodio de transfiguración: fui, soy, desde las extremidades del cuerpo hasta la nota que irrumpe en el espacio súbitamente, como el poema.
Anhelo de ver la partitura del mundo naciéndome en la boca. Cuando escribo, siempre hay una música del otro lado; música de muertos, tabúes y sexo; música oscura que dicta las líneas de lo que necesita salir. Es la música de fondo que completa la escena la que me mueve.
Hoy fui el grito y el cristal de la canción de 1999. El encierro y la intolerancia hacia lo roto. Entonces, la escritura como ese paño húmedo que se posa sobre la frente del que toca la fiebre. La escritura como un bálsamo acariciante sobre la superficie de la desesperación, cuando la ansiedad la impotencia el maltrato me abarcan. El alivio contradictorio de mirar la herida que supura.
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Ser una estudiosa intensiva de lo visible, pero también de la música interior.
La escritura vino con la música. Mi primera palabra fue la nota con la que escribieron mi nombre. En 1986 un hombre y una mujer trajeron una canción al mundo. En 2018, sigue naciendo una mujer.