Día 8.
Acostada en la cama sentí un escalofrío, un frenesí. Pasa seguido. No es el frío. Es un deseo que se hace pasar por espectro, una presencia levísima, apenas perceptible. Un susurro en lo alto del cuello. Un beso que no se pronuncia en la materia. Me estoy acostumbrando a este fantasma de vos y me pongo oscura cuando pienso que podrías ser vos el que me imagina en tu cama (que también es la mía). Imaginemos entonces: los dos frenéticos al mismo tiempo, llevándonos la mano ahí, adonde dicen que no se puede. Pero no nos importa, tenemos claro que hacerlo nos hace morir y nacer y escuchar algo así como un aleluya de obsidiana, profundo y vertebrado.
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Hablo mucho muchísimo y escribo. Lo hago para llenar los silencios porque me da vértigo que tu mirada respire tan cerca mío. Me voy por las ramas… como los pájaros.
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Afuera Argentina vuelve a caer. F. y B. rellenan los vacíos con cemento y alistan las paredes. Son sus manos las que reconstruyen La Casa. Afuera caen el polvo, la lluvia y la tristeza de anticipar un país en ruinas. Ellos trabajan: ése es su mejor esfuerzo. El mío, desde mi creciente lugar azul, es escribir sobre ellos.
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Me pediste que escuchara la canción de la corona de papel y la que habla del perdón y la pena, pero no me pediste que esperara. Lo que pudimos sostener: la intermitencia.
Luego la lluvia, el desarme y el final en negro.
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Las paredes de La Casa están atravesadas por la humedad de los cimientos, de la ciudad, de la incidencia del tiempo, y aun así elevan su mirada hacia un cielo raso que rasga alguna esperanza nueva.
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Voy a regalarme una mañana entera de canciones de Oasis para nombrar el pasado y transformarlo. Así de poderosa es la música en mi vida.
La transformación y el polvo iluminado de lo que se labra. Pulir, limpiar el excedente y abrir-abrir-abrirse como una fruta se abre en el hambre de la boca nocturna, o en la lengua del que ama.
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Soñé con un hombre que no conozco (todavía). Cuidábamos una planta juntos.
Quiero poder sostener como La Casa.