14 de enero de 2018.
Me parece increíble el impacto de los viajes sobre la memoria humana.
Hoy es un día gris en Buenos Aires. La grisura levita sobre todos nosotros con frescura. La humedad ha sido tendida por el anonimato y, al parecer, los benteveos han pedido franco.
Sí. Los días grises siempre me recuerdan a París, creo que te lo dije 1 o 3 veces. Pero a partir de septiembre el detalle se ha hecho claro, quiero decir, es como si hubiese colocado una gran lupa que afina la remebranza afilando el disparo de la reminiscencia.
Después de septiembre, los días de lluvia me llevan de vuelta a la Rue de Jean-Macé y ese café de postigos abiertos, ubicado a pocas cuadras de la que entonces fue mi casa. Desde septiembre, los días de lluvia me trasladan sin escalas a una tarde de aguacero y Leila acompañándome desde la página ‘x’ de Zona de Obras.
El gris me lleva de vuelta a la improvisación de refugio ante la lluvia inesperada, que no por eso es menos lluvia. A las tardes en las que no tuve miedo de desarmarme debajo de la melancolía del cielo. Tardes como las de una foto de aceras mojadas, creperías cerradas y flores carmín como una boca viva. Me trae también el recuento de las veces que quise que miraras conmigo, a través de mis ojos.
Dicen que París es preciosa cuando llueve pero nadie habla de la entrega; del impacto del agua sobre la memoria del cuerpo, de las consecuencias de haber permanecido en un lugar y que, a partir de entonces, todo cambie para siempre. De esta bendita y excéntrica condena de sentir que habitamos 2 lugares a la vez.

sol

A los 10 años encontró refugio de la ciudad de la furia en una máquina de escribir. Más tarde conectaría con la escritura de viajes en un intento de traducir la mirada poética sobre el mundo que la rodea. Desde entonces, se ha alejado y ha vuelto a la poesía como quien vuelve a los brazos del amante: buscando calor.

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