13 de abril de 2016.
Avenida Triunvirato me recibe bajo lluvia. El aroma a café comienza a conjugar una canción de miércoles y Jon Brion.
Te escribo desde un refugio de sillas celestes y jarros de azúcar. Te escribo desde una ventana frente a un banco de madera, frente a baldosas mojadas y la Librería San Luis.
La lluvia ha venido a esbozar la última señal que mi cuerpo está dispuesto a tolerar. ¿Acaso el destino está jugando conmigo?
Me escribo y me describo como un poema en construcción mientras un hombre mira mis manos, mientras la ciudad continúa su marcha, como todos los días, como siempre. Soy un día de lluvia. Hoy soy un día de lluvia en Buenos Aires, en otoño, a mitad del mediodía.
Te escribo vistiendo lo mismo que un día de julio e invierno. No me había dado cuenta hasta ahora, hasta este preciso momento en el que escribo la lluvia y la ciudad y la nostalgia: los recuerdos nos eligen.
El perfume a vainilla se empieza a asomar. Un carro de frutas. Un auto blanco. La senda peatonal. Lluvia. La Librería San Luis (de nuevo). Esta carta. Las cartas de mi madre. Los charcos de agua como reflejo del cielo.
He perdido los lagos y el polvo de Marte. He perdido el milagro de leer a Clarice sentada en la plaza, sin mirar el reloj; de sonreír a los extraños; de llorar a mis muertos al entrar a la Basílica. He perdido la calma de las 4 de la tarde, tu voz, el tiempo necesario para pintar de rojo las uñas de mis manos, el rumor de los pájaros un domingo a la mañana. Sin embargo, me han quedado las cosas pequeñas, lo simple: la niña que dormía en mis pestañas y se ha vuelto a despertar, la dulzura del silencio, la deriva; mi quinto elemento: la poesía.
Jarros de azúcar.
Baldosas mojadas.
Sillas celestes.
Aroma a café.
La boca en la tierra.
La fiebre del cuerpo.
Una forma de arder.
Lluvia.
Me ha quedado la poesía
de ser un momento
que viene y se va.
S.