“Éstos son días raros” le escribo a M. “Eso, días raros.” Éstos son días de despojarse de vestidos y corbatas ancladas en el fondo del mar; días de arrañazos que salan y drenan nostalgia. Son días de sensibilidad extrema, de miradas perdidas, de canciones de la infancia.
“Llegó el momento de seguir” me digo a mí misma. Llegó el momento de despojarme de los vicios materiales que me atan a Buenos Aires (y que de a uno se van auto-cancelando de mi lista).
[Cerrar los ojos]
“Hija, levantate” me susurra ella una mañana de invierno, destilando confort en pasado perfecto; destilando calidez en la dulzura de su voz.
“Tengo las manos heladas.” “Tengo las manos heladas, pá” Y él me toma las manos y las acuna entre las suyas; y en sus manos la misma calidez que en la voz de mi mamá.
Es verano, y sin embargo en este continente, desfasaje. Entonces, diciembre antártico. Entonces, buscar la calidez en otras manos, otras voces. Buscar la calidez en los recuerdos.
Es necesario derramar calidez y lágrimas en partes iguales.
[Cerrar los ojos, de nuevo]
“Parecía que se iba a venir el mundo abajo” me dice N. “Y ahora está despejado.” Entonces una frase resucita en mi memoria: “Post nubila, phoebus“… Tras las nubes, el sol.
La disolución del invierno.
Los días raros.
La calidez; la calidez del sol.
***
El tiempo me traspasa,
y lo agradezco.
***
El Transatlanticismo del reloj:
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