Estos fueron días de pensar demasiado, sentir demasiado, extrañar demasiado. Aceptación. Aceptación de los recuerdos, aceptación del pasado; aceptación del inventario de 27 años de vida.
Miro hacia atrás y siento que pasé la mayor parte de mi adolescencia dormida; que fui una melodía esperando a mutar del tono de espera a la ópera. ¿Y todas mis palabras? También, dormidas conmigo, hibernando sin señales de verano.
Cuando era adolescente escribía poemas y canciones, y en lugar de atarme los cordones, entrelazaba los versos. En quinto año usaba faldas en línea A por mi creciente adoración por los ’50; y en sexto, mi primer tatuaje, sin interpretar la metáfora: tinta en mi piel; tinta, como si el cuaderno ya no fuera suficiente.
Más tarde, el folk y las solistas femeninas. Y los poemas y canciones que querían cobrar vuelo. Así: la casi mujer guardada. Guardada por miedo a terceros, guardada por prejuicios, guardada por tener ganas de vida más de lo normal. Hasta que entonces, el Cáncer, y la vida que no cabe en el cajón.
Durante años intenté ocultar mi intensidad, sólo para que la vida me tomara por el brazo y me sacudiera, gritándome en la cara que era hora de despertar: wake up call (y me gustan tanto las palabras que hasta las quiero en otro idioma).
El Cáncer x 2, y -1 papá, y -1 mamá… Eso me llevó darme cuenta cuenta de las cosas. Ese fue el catalizador para que mis palabras salieran a encontrarme y se fundieran conmigo en un abrazo (y uffff qué abrazo). Creo que me abrazaron tan fuerte que hasta lograron meterse por debajo de mi piel. Palabras transdérmicas.
Así, la intensidad a flor de piel y las palabras por debajo de la piel. Los borradores ausentes porque esté es el momento de escribir. Éste es el momento de dejar los cuadernos digitales y convertirme en el cuaderno.
Quizá este post debería haber quedado en borrador, pero no. Este cuaderno ya no cabe en el cajón.