Había una vez un hombre en una camilla de hospital. Había una vez una hija de 24 años. Había una vez una declaración. Habían una vez las palabras que mejor guardar adentro; silencios barrera; confesiones no llegadas a destino.
Hoy fue un día pleno, de navegar profundidades. En las redes sociales la palabra soltar se duplicaba con tendencia al infinito. Las canciones se negaban a mentir. Los poemas alfiler me pedían que soltara yo también. Entonces decidí pintar palabras en el aire, dibujé con malabares los caminos que llevaran a destino; me volví soplo hasta volarme la zona de confort; me volví aire.
Recordé esa historia de “Había una vez” ¿y sabés cómo sigue? Con palabras atrancadas en la puerta de llegada; con un papá confesándole a su hija amor inmenso por su mamá; liberando las palabras: Ella no sabe cuánto la amo; su hija respondiendo: ¿Y por qué no le decís?; y una respuesta que quiso ser y nunca fue.
Entonces, ¿a dónde voy con todo esto? Voy hasta el día de hoy, porque hoy es todo lo que tengo. Porque el cáncer me enseñó en formato impacto que el tiempo se te escurre de las manos. Que todos somos soplo (aunque aún no lo sepamos). Que el momento para librarnos de los miedos es ahora; que suele ser lo más difícil lo que más vale la pena; que el momento para liberar lo que sentimos puede ser todos los días, cada día, a cualquier instante. Porque no quiero esperar al veredicto para darme cuenta de las cosas que importan; ni esperar que las salas celestes me iluminen la consciencia entre sábanas en línea recta.
Entonces, ¿a dónde fui? Hoy me fui a sentir un poco más. Hoy me devoré los pensamientos para dejarme fluir. Hoy me dejé llevar, hoy solté, y me siento más liviana, más cercana de lo que quiero ser.
Supongo que la mejor herencia que mi papá me podría haber dejado es no decir lo que sentía, porque gracias a eso aprendí que yo en mi vida necesito lo contrario.