“[…] Yo no espero nada de nadie, las expectativas siempre duelen.”
William Shakespeare
Si tuviera que definir al formato fílmico de “El Gran Gatsby” en una frase sería “La historia de una historia que habla de una historia de amor”, casi como si fuera una matrioshka, una inmersa en la otra, formando parte de un mismo elemento. Y puntualmente me gustaría detenerme en las últimas 3 palabras de esta frase: historia de amor.
Hace unos días me aventuré a mirar El Gran Gatsby, sin haber leído la gema literaria de Fitzgerald (lo sé, ya está en la lista de libros por leer), principalmente porque sabía que el proyecto había caído en manos de uno de mis directores favoritos, Baz Luhrmann. Así, sin prólogos ni conocimiento profundo de su argumento, empecé a bucear en este mundo de lujos, escenarios de ensueño, siluetas lánguidas y palabras tímidamente filosas, sólo para volver a la superficie con el gusto agridulce de un final, no feliz, sino mejor aún, realista.
Y es que desde mi lugar la razón más evidente del éxito de este relato es que simplemente pone sobre la mesa un tópico tan antiguo como el hombre mismo: la expectativa.
Todo comienza con Jay Gatsby diseñando el mundo perfecto para Daisy Buchanan. Derroches de glamour, exotismo, interminables fiestas y una mansión tan grande como su esperanza de volverla a ver… Cada detalle es parte de este plano paralelo en el que Daisy, paradójicamente la causa de su agonía y su felicidad, es el epicentro.
“No hay hombre lo bastante rico para comprar su pasado.”
Oscar Wilde
Pero lo que más sorprende es la perspectiva desde la cuál podemos ver las intenciones de cada uno de los personajes, en todas sus formas y colores. La historia retrata a la perfección como, consciente o inconscientemente, colocamos sobre el otro un velo aspiracional auto-conveniente, que ocasionalmente viene acompañado de una complicidad de la contra-parte.
Este mismo velo nos termina por envolver y, como la niebla, hace que nuestra visión del plano real sea parcial.
Es así como, en nuestro anhelo enfático por alcanzar la reciprocidad del otro, caemos en la transferencia de nuestros sentimientos, manifestando un efecto espejo, en el cual se refleja solo lo que creemos que debería ser.
“Y para estar total, completa, absolutamente enamorado, hay que tener plena conciencia de que uno también es querido, que uno también inspira amor.”
Mario Benedetti
Como un efecto dominó, nuestro deseo de revivir una historia de amor que alguna vez fue y ya no es, deriva indefectiblemente en la expectativa: la expectativa de que el otro sienta, no sólo lo mismo de antes, sino lo mismo que uno, sin darnos cuenta que algunas luces están destinadas a encenderse solo una vez en la vida, y el capítulo del pasado debe permanecer fiel a su naturaleza y terminar… de lo contrario, ¿que sería del presente?
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